La Moral Cristiana

¿Cómo saber lo que es digno del hombre? ¿Cómo aprender a vivir como debe vivir un hombre?

El primer paso es, desde luego, tener afición a las acciones bellas: admirar e imitar lo que es bonito. Este es el primer paso: desear una vida llena de belleza. El amor a la belleza, a la dignidad de la vida humana, da un sentido moral.

Pero es limitado. El sentido natural de lo que es bueno o malo —la estética moral— da orientaciones muy claras para las situaciones extremas, pero no cubre todo el campo del comportamiento humano. Si la situación es complicada o intervienen muchos factores puede plantear dudas. No es raro; lo mismo sucede en otros ámbitos de la experiencia humana. Algunos alimentos atraen instintivamente por su aspecto y olor, mientras que otros producen repugnancia. Pero, en muchos casos, ni el aspecto ni el olor nos sugieren nada; y en algunos casos nos engañan (basta pensar en el olor nauseabundo de la coliflor, que es, sin embargo, un excelente alimento).

Si sabemos lo que es comestible y lo que es nocivo, lo debemos a la experiencia que nos han transmitido. La cultura almacena y transmite la experiencia de los que han vivido antes que nosotros. Por ella recibimos muchos saberes y conocimientos que solos no hubiéramos adquirido. Sería terrible que cada ser humano tuviera que descubrir todo él solo: en materia alimenticia solo podríamos equivocarnos una vez; el primer hongo venenoso nos llevaría a la tumba. Afortunadamente, podemos servirnos de la experiencia que ha sido acumulada y transmitida por nuestra cultura, sobre los hongos comestible.

En el terreno moral, hay también una rica experiencia transmitida. Quienes nos han precedido han acumulado un saber sobre lo que al hombre le conviene y lo que no. Aunque con mayores dificultades que en el caso de los hongos porque se trata de un terreno más sutil. La oferta de experiencias morales es menos clara que la de experiencias culinarias, porque es menos tangible. Los efectos de las acciones malas sobre el hombre, no son tan aparatosos y rápidos como los de los hongos venenosos. El campo de la libertad humana es muchísimo más rico y complejo que el de la alimentación. Por eso es más difícil el saber moral que el dietético.

No puede extrañar que, a veces, se planteen dudas, o que las experiencias que transmiten culturas distintas sean también distintas. Se requiere un cierto método para leer la experiencia moral que transmite cada cultura. Hay que penetrar muy profundamente en una cultura para entender el significado de una práctica moral. Se equivocaría quien trabajase simplemente en la superficie, limitándose a comparar externamente los usos morales de una y otra cultura. Cada uso hay que leerlo en su contexto: tiene su lógica, que solo se puede apreciar si se conoce muy bien el conjunto de esa cultura. Por eso la idea de componer una moral común o de obtener algo así como el común denominador de todas las morales resulta artificiosa e imposible de realizar en la práctica.

El dato relevante que emerge de las distintas experiencias morales de la humanidad, es que existe una común preocupación moral. Y que todos los pueblos han entendido que la parte más importante de la educación consiste en transmitirla; es decir, en enseñar a vivir dignamente a los más jóvenes.

No es un secreto que nuestra cultura se encuentra en una situación de cierta perplejidad: no sabe qué debe transmitir a los más jóvenes. Nuestra cultura parece insegura a la hora de enseñar en qué consiste ser hombre, mientras puede informar ampliamente sobre la estructura íntima de la materia. Ha perdido en parte su propio patrimonio.

Quizá por esta razón está recibiendo un número cada vez mayor de ofertas morales distintas, aunque le llegan a retazos, como en piezas sueltas que no se pueden componer porque faltan muchas. Ante la variedad de la oferta, no se sabe qué elegir. Se encuentra como el que acude a un supermercado en el que hay demasiadas cosas. Si solo hay tres marcas la decisión es fácil, pero si se alinean docenas en un mostrador… Como sucede en el supermercado, pero en mayor medida, no se puede elegir entre los sistemas de moral mirando solo el envoltorio y el precio.

Para elegir entre todos los sistemas de moral, habría que tener experiencia de cada uno de ellos y controlar hasta qué punto son capaces de hacer digna la vida del hombre. Pero esto es imposible, porque cada prueba requiere una vida entera. Nadie puede negar el interés que tendría conocer, por ejemplo, la moral de los antiguos zulúes; pero sería necesario un proceso de aclimatación que llevaría media vida para penetrar realmente en el sentido de sus costumbres. Esto tiene el inconveniente de que apenas nos dejaría tiempo para conocer a fondo otra moral, como, por ejemplo, la de los bantúes. Por otra parte, probablemente sería difícil dedicarse a adentrarse realmente en el mundo de la moral zulú o en la bantú y seguir viviendo en la cultura occidental.

Tampoco es posible hacer algo así como un resumen de todas las morales: cada una tiene su genio propio y se resiste a mezclarse con otras.

Al ofrecer aquí la moral cristiana, se ofrece una moral que ya se ha probado. Es la moral con la que Occidente ha surgido y de la que aún vive; y es la moral más universal de todas, porque ha legado a todas las partes del mundo; personas de todas las culturas la han vivido y la viven. Es por eso, sin duda alguna, la moral más importante que ha existido nunca. Claro es que esto no basta para demostrar que sea la verdadera moral, aunque es un buen argumento para invitar a conocerla a fondo (ninguna moral histórica ha tenido un impacto cultural tan inmenso y tan profundo).

La validez de una moral no se puede demostrar como se demuestra una conclusión matemática. La seguridad de que una moral es verdadera viene de que le va bien al hombre, de su belleza y de sus frutos tanto personales como sociales. Esto se puede comprobar en el caso de la moral cristiana.

Pero hay que añadir una advertencia: la moral cristiana es una moral peculiar: es una moral revelada. Es decir: no se presenta a sí misma como el fruto de la experiencia humana acumulada, sino como fruto de la enseñanza de Dios al hombre. Los cristianos creemos que Dios, que es el creador de todo, ha querido descubrir al hombre el modo de vivir que le conviene.

Se puede decir que esta moral es algo así como las instrucciones del fabricante que acompañan a los productos que compramos. El fabricante, que conoce perfectamente cómo está hecho el producto que se vende, instruye sobre el modo más conveniente de usarlo. Y es muy de agradecer, porque así tratamos bien los productos, duran más y funcionan mejor. Claro es que se puede utilizar un aparato sin tomarse la molestia de mirar las instrucciones. Los latinos somos poco aficionados a las instrucciones: solo se miran las instrucciones cuando se ha conseguido estropear el aparato. Pero este comportamiento no es muy razonable. Teniendo las instrucciones a mano, vale la pena tomarse la molestia de leerlas.

La moral cristiana se presenta a sí misma como las instrucciones del fabricante. Esas instrucciones completan y perfeccionan el conocimiento que podemos adquirir con la experiencia, estudiando directamente el producto, que, en este caso, es el hombre. Por eso, la moral cristiana acoge el contenido último de todas las morales históricas, y comunica con ellas en el conocimiento de las profundidades del espíritu humano.

La objeción más grave que se suele hacer a la moral cristiana es que es de otra época. Es lo que C.S. Lewis llamaba “el prejuicio cronológico”: el prejuicio de que todo lo anterior, por el solo hecho de ser más antiguo, está superado. Pero es como si se consideraran superadas las puestas de sol solo porque hace varios miles de millones de años que se producen.

No conviene engañarse en un tema tan delicado, ni dejarse llevar por el esnobismo. En el supermercado de los sistemas de moral, hay muchas ofertas y muchos sucedáneos, pero no existe una alternativa real. El colorido de los envoltorios puede despistar, pero un poco de experiencia lo confirma enseguida: ningún producto tiene tanta calidad: ninguno ofrece tantas garantías. Es fácil mostrar que la moral cristiana es la más completa que ha existido nunca. Ha iluminado la vida de muchos millones de personas y ha dado espléndidos frutos de humanidad, heroísmo, autenticidad y belleza. Pasar de largo sin probarla y esforzarse por vivirla sería una locura.

 

— J.L. Lorda en Moral: el arte de vivir.