El último tema que vimos en la materia, es el de la conciencia. Al final, estudiamos cómo es que no se le puede dejar a la deriva, sino que hay que educarla y formarla para que no cometa errores en su juicio (conciencia laxa y escrupulosa). A continuación se presentan unas ideas desarrolladas sobre qué hace falta para lograr ese buen juicio de la conciencia, es decir, para saber vivir bien.

 

Para que la conciencia acierte

La valoración sobre lo que hay que hacer, es decir, el juicio de la conciencia, depende mucho de los conocimientos morales que se tengan; es decir, del conocimiento acerca de cuáles son los bienes y deberes; de la medida y el orden en que hay que querer los distinto bienes; y sobre cuál debe ser el orden de los amores.

Hay un conocimiento espontáneo de lo que es ordenado o desordenado, bueno o malo. En principio, la acción buena se nos presenta como bella y la mala como repugnante. Todos los hombres normales —si son sinceros— sienten aprobación por la persona que se sacrifica y cumple con su deber, y repugnancia ante actos como el asesinato, el robo o la mentira. Quizá no sabrían explicarlo, pero todos se dan cuenta espontáneamente de que es malo incumplir una promesa (faltar a un deber); robar (hacer daño a un bien del prójimo); emborracharse (faltar a la medida en que se quiere un bien) o ser egoísta.

Pero esta aprobación o repugnancia depende mucho de que se capte intuitivamente el orden o el desorden de la acción. Es decir, depende de que efectivamente parezca feo el mal y bello el bien. Si las acciones están disfrazadas, el sentido moral natural puede equivocarse.

Imaginemos que un día tenemos la triste oportunidad de asistir impotentes ante un asesinato. Imaginemos que estamos encerrados e incomunicados en una habitación y contemplamos por la ventana que un asesino acuchilla a un niño indefenso. Vemos la sangre, contemplamos el sufrimiento del niño, oímos sus gritos… El horror de aquella escena no desaparecerá nunca de nuestra imaginación: no necesitamos hacer ningún razonamiento para juzgar que aquella acción es muy mala. Entra por los ojos.

Imaginemos ahora que, en medio de una inmensa muchedumbre que grita entusiasmada y divertida, asistimos en un circo romano a un espectáculo habitual. Entre un número y otro, se ha soltado un esclavo para que pelee con un león; cuando le ha atacado el león, el esclavo no ha sabido qué hacer con el tridente y ha salido huyendo, provocando la risa del gentío. Probablemente, si fuéramos un hombre más de aquella época reiríamos como todos, mientras el león alcanzaba al esclavo y le demostraba su fuerza. Para aquellos hombres, se trataba de un espectáculo normal. Estaban acostumbrados a la dureza de la vida. Habían visto muchos otros esclavos morir así o de manera parecida y no les causaba ninguna impresión especial. Los esclavos eran entonces seres de otra categoría y se les castigaba con dureza en los trabajos caseros. Muy pocos se planteaban, y mucho menos en el circo, si aquello estaba bien. Todos pensarían que si aquel pobre desgraciado estaba en la arena sería por algo: quizá era un peligroso prisionero de guerra o quizá robaba en la casa donde servía o quizá se emborrachaba y maltrataba a otros esclavos…

Para que lo malo repugne y lo bueno atraiga, se requiere que se vea claramente lo que tiene de malo o de bueno. Si somos ciudadanos acostumbrados a ver morir esclavos en la arena del circo probablemente ya no tenemos sensibilidad para percibir lo que hay en eso de inhumano. Si en lugar de ver el espectáculo del esclavo desde la grada, fuéramos su amigo o contempláramos la desesperación de sus hijos, juzgaríamos la situación de otro modo, más próximo y humano.

Una plaga como el aborto, que consiste en algo tan antinatural y tan horrible como asesinar al propio hijo indefenso, se extiende muchas veces por la presión social y por el sencillo hecho de que muchos no han visto nunca cómo se hace. No han visto cuerpos destrozados, ni caras de horror, ni quemaduras. Basta contemplarlo una vez y tener un mínimo de sensibilidad para caer en la cuenta de que es una atrocidad. Por eso precisamente, se tiende a ocultar el horror de esta práctica, disfrazando la realidad; así el sentido moral natural no reacciona: no es lo mismo hablar, por ejemplo, de interrupción voluntaria del embarazo que de matar o asesinar a la criatura no nacida. En la primera expresión, la realidad queda disfrazada y distante.

Para que la conciencia juzgue espontáneamente bien tiene que ponerse claramente ante los hechos. Y tiene que intuir el orden de bienes y deberes que está en juego. Porque puede suceder que tengamos un conocimiento suficiente de los hechos pero que se nos escape lo que está en juego.

La valoración social ejerce sobre cada persona un influjo muy grande y que modifica muchas veces el sentido natural de lo que es bueno o malo. Los hombres somos seres sociales y nos resulta muy difícil librarnos de esa presión que suele ser inconsciente. Todos los hombres de una época son parecidos: tienden a pensar, vestir y comportarse de un modo semejante; y tienden a valorar las cosas de la misma manera: con los mismos acentos, con los mismos prejuicios. Esto prueba la enorme influencia que el ambiente ejerce sobre los individuos.

Imaginemos que una noche se presenta un sujeto en nuestra casa y nos pide que asesinemos al hijo de la portera. Si somos personas normales, nos parecerá una propuesta espantosa. Imaginemos ahora que, sentados en la mesa de nuestra oficina, recibimos una carpeta llena de expedientes para firmar. Es la misma carpeta de todos los días, con docenas y docenas de expedientes que hay que firmar, para pasarla a otros y que firmen también. Mientras firmamos rutinariamente, sin leer siquiera, los expedientes todos iguales o parecidos, ni siquiera pensamos que estamos dando el visto bueno a la ejecución de algunos traidores, maleantes y enemigos —así lo creemos— de la sociedad a la que procuramos servir como funcionarios. Estamos en guerra, los tiempos son malos, la vida es dura y hay que sobrevivir. Podemos volver a casa tranquilamente después de haber firmado el asesinato del hijo de la portera.

El horror de aquel asesinato queda encubierto porque no lo vemos de cerca, porquees una práctica aceptada. La presión social nos inclina a aceptarlo como una cosa buena. Y es que la presión social puede deformar el sentido moral hasta extremos aberrantes. Ha sucedido multitud de veces en la historia; se requiere una sensibilidad moral muy grande para no caer en lo que han caído tantos antes que nosotros.

Si somos personas normales, que vivimos en una sociedad civilizada y oímos los gritos desgarradores del que están asesinando y vemos la sangre y contemplamos la saña de los asesinos, nos daremos cuenta de que aquello es muy malo. Pero si vivimos en una sociedad traumatizada por la violencia y se nos han explicado muchas veces los motivos por los que conviene eliminar a algunos sujetos y, además, no los vemos ni los oímos, quizá no nos parezca tan malo o incluso nos parezca estupendo.

Según vemos, el sentido moral natural nos indica espontáneamente lo que es bueno o malo, pero solo cuando percibimos con claridad la razón de bien o de mal. Hay muchas circunstancias en que esto no es tan fácil. El juicio de la conciencia es muy delicado: depende mucho de la educación y de la experiencia. La conciencia necesita una educación delicada. Para juzgar bien, necesita tener principios, y necesita conocer con profundidad el sentido natural de los distintos actos humanos: es decir, qué bienes y deberes entran en juego.